India,
la verdadera puerta de Oriente, es un territorio en el que la belleza y la
miseria se disputan la conquista del infinito a partes iguales, un mundo
insólito que atrapa e incluso llega a destruir a quien se asoma a sus adentros,
porque desde entonces, algo de muyadentro cambia para siempre, y ya nunca se
vuelve a ser el mismo. Es una tierra vieja y sabia, un suelo testigo de la
historia, cuna de tantas culturas y guardiana de tantos secretos como destinos
posibles aguardan a quien se atreve a descubrirlos.
Es el lugar del agua, de las aguas índicas nacidas en las altas montañas del Himalaya, aguas que surcan la tierra en todas direcciones antes de ganar la sal del océano, aguas que alimentan a los grandes ríos que vertebran la vida, pero que corre por las cloacas de los suburbios de las que beben por igual las ratas y los niños. Aguas que llenan los estanques sagrados donde se bañan los dioses, pero que también encharcan los suelos fangosos de los arrabales en los que se bañan perros y hombres. Aguas que riegan jardines fabulosos y frondosas selvas verdes incandescentes, pero también aguas que arrasan la vida para volver a crearla, que inundan la tierra con furia, como si el cielo se rasgase sobre ella. Aguas que, después de todo, terminan por abrazar a la tierra para hacerla fértil y rica para todos los que viven sobre ella, pero cuyos frutos sólo serán para unos cuantos.
Es el lugar de la Tierra. Las imponentes montañas septentrionales a las que
llaman “morada de las nieves” guardan a buen recaudo los pueblos de piedra y
madera por cuyos callejones estrechos y pasadizos de hielo se puede sentir que
el tiempo transcurre más lentamente, y en las caras rojizas y planas de sus
moradores se intuye que allí la tierra gira más despacio. Las faldas y laderas
de los montes cuyas cumbres conforman el techo del mundo son una sucesión de
valles nevados, de heladas estepas salpicadas por pagodas y templos que
permanecen silenciosos envueltos en el humo perfumado del incienso. Aparecen
como de la nada aldeas diminutas y pueblos de casas coloridas en cuyas calles
persiste el aroma de la leña en las chimeneas. Más abajo de las praderas de
manzanos de las tierras frías, se extiende la tierra en todas sus dimensiones.
Vastos desiertos legendarios cuyas dunas siguen atestiguando el eterno
transitar de los pueblos nómadas que siguen existiendo al capricho de las
arenas yermas y rojizas. Selvas en absoluto esplendor que albergan bajo su
fronde impenetrable a algunas de las más bellas y delicadas criaturas
conocidas, donde la vida sigue siendo como debió haber sido en sus inicios,
salvaje, indómita y bestial. Pero la tierra que se esparce hasta el mar bajo la
gloria y grandeza de las soberbias montañas, aún tiene más caras que
mostrar. Debajo de su espeso manto de blanca seda de hielo y roca,
también se encuentran las terribles playas de basura cuyas mareas bañan las
periferias de las grandes ciudades, y en las que alimañas y personas
consideradas de una especie inferior, andan a la zarpa en disputa de los restos
que prolongarán aún más las miserables vidas a las que se aferran por puro
instinto. En esta misma tierra se miran a la cara sin pudor los dioses
empachados de ofrendas y tributos, rodeados de grandes jardines y templos
atiborrados de flores y a cuyos pies se puede ver a una mujer morir de lepra o
a un niño retorciéndose de hambre sin que nadie, divino o terrenal, les dedique
una mirada. Es una tierra que florece, pero cuyas flores sólllegan a unos
pocos.
Es también el lugar del fuego y del
aire. El aire aquí se mueve despacio transportando los millones de olores,
deseos y sueños que le son confiados, pero también se enfurece y se parte en
corrientes que chocan y luchan en huracanes y tifones que terminan por ahogar
tantos olores como sueños y deseos. El aire mece el adiós del fuego que consume
los cuerpos sobre sus piras funerarias, alimenta las llamas que barren el suelo
de los pastizales segados, y se vuelve cálido y placentero sobre el fuego de
los hogares al caer la noche. Pero en esta porción de mundo, ni siquiera el
aire y el fuego son generosos para todos. A aquellos a los que nunca les llegan
los frutos ni las flores, tampoco les llega la cuota de aire limpio a la que
tienen derecho por nacimiento, ni el calor del fuego que a muchos les sobra.
Ésta es, más que ninguna otra, la tierra de los Dioses. Un sinfín de ellos
eligieron este lugar hace miles de años, y desde entonces permanecen viviendo
en la quietud de sus montañas, acariciando la piel suave del desierto y
paseando por sus valles fértiles y por sus bosques exuberantes. Pero entre
tanta divinidad y tan poderosa, reina la confusión. Se diría que estos Dioses
se encuentran tan ocupados en la creación de tanta belleza que no prestan
atención a la imperfección de su obra. Sobre el colorido lienzo rebosante de
vida que pintan a muchas manos se abren grietas por las que se escapa la
miseria que su orgullo divino les impide mirar. No tienen ojos para las hordas
de niños que no tienen más techo que un cielo sucio y contaminado, los niños
que se deslizan entre las riadas de coches que se agolpan en las avenidas de
las megápolis desordenadas y sórdidas, que respiran continuamente el humo de
sus motores y que golpean insistentemente sus ventanillas casi siempre en
espera de nada, aquellos niños que son reclutados por el enorme ejército de
mendigos del que forman parte incluso antes de haber nacido. Pertenecen a una
especie inferior y lo saben. Son pequeños pero tienen grandes ojos negros con
los que miran a un mundo que les da la espalda, y así, mientras van perdiendo
la ingenua sonrisa de su corta niñez, van entendiendo el lugar que les
corresponde sobre las aceras, bajo los cartones, en las vías del tren o
amontonados en los basurales.
Ni el crisol de colores que se funden bajo un sol inmenso y radiante, ni el más picante de los condimentos, consiguen disimular esta realidad sólo invisible para quien no la quiere mirar. Esta tierra es un pedazo de mundo sorprendente y sobrecogedor, apasionante y desolador, una tierra de Dioses Ciegos que prefieren no mirar lo que ocurre debajo de las magníficas montañas que se afanan en construir.
Ni el crisol de colores que se funden bajo un sol inmenso y radiante, ni el más picante de los condimentos, consiguen disimular esta realidad sólo invisible para quien no la quiere mirar. Esta tierra es un pedazo de mundo sorprendente y sobrecogedor, apasionante y desolador, una tierra de Dioses Ciegos que prefieren no mirar lo que ocurre debajo de las magníficas montañas que se afanan en construir.
Delicado ensayo sobre la ceguera de aquel que siente con lucidez la verdadera esencia de la India. Gracias por guiarme a través de las majestuosas faldas de aquellos Dioses Ciegos, una experiencia inolvidable que sacude todos los sentidos, auténtica lección de vida que impregna a cualquiera. Gracias, amor!!
ResponderEliminarGracias por tus palabras Rosa, por tu delicado comentario, pero sobre todo gracias por haber hecho realidad el sueño de pasear mis ojos por esta tierra de dioses ciegos. Siento haber tardado en responder, pero la demora no le resta intensidad a lo agradecido que te estoy por tu comentario, por tus palabras, por tu sonrisa y por tu compañía en este gran viaje de la vida.
Eliminarte quiero