La Madeja de Papel es un ante todo un punto de encuentro, el lugar en el que el ricón más íntimo y personal del autor se abre para ser compartido con aquellos que decidan asomarse a su interior. Es el ovillo en el que se encuentran entrelazadas las palabras, los pensamientos hechos letra, la fantasía que nos permite viajar a cualquier lugar o tiempo, los sueños que a fuerza de serlo se convierten en leyenda unas veces y en realidad otras, los cuentos en los que nos abstraemos para saborear una realidad ajena y las historias que inevitablemente necesitamos para mantener viva la ilusión del niño que hay aún dentro de cada uno de nosotros.

MIRADAS A ASIA




LA TIERRA DE LOS DIOSES CIEGOS


                 India, la verdadera puerta de Oriente, es un territorio en el que la belleza y la miseria se disputan la conquista del infinito a partes iguales, un mundo insólito que atrapa e incluso llega a destruir a quien se asoma a sus adentros, porque desde entonces, algo de muy adentro cambia para siempre, y ya nunca se vuelve a ser el mismo. Es una tierra vieja y sabia, un suelo testigo de la historia, cuna de tantas culturas y guardiana de tantos secretos como destinos posibles aguardan a quien se atreve a descubrirlos.

                Es el lugar del agua, de las aguas índicas nacidas en las altas montañas del Himalaya, aguas que surcan la tierra en todas direcciones antes de ganar la sal del océano, aguas que alimentan a los grandes ríos que vertebran la vida, pero que corre por las cloacas de los suburbios de las que beben por igual las ratas y los niños. Aguas que llenan los estanques sagrados donde se bañan los dioses, pero que también encharcan los suelos fangosos de los arrabales en los que se bañan perros y hombres. Aguas que riegan jardines fabulosos y frondosas selvas verdes incandescentes, pero también aguas que arrasan la vida para volver a crearla, que inundan la tierra con furia, como si el cielo se rasgase sobre ella. Aguas que, después de todo, terminan por abrazar a la tierra para hacerla fértil y rica para todos los que viven sobre ella, pero cuyos frutos sólo serán para unos cuantos.

                Es el lugar de la Tierra. Las imponentes montañas septentrionales a las que llaman “morada de las nieves” guardan a buen recaudo los pueblos de piedra y madera por cuyos callejones estrechos y pasadizos de hielo se puede sentir que el tiempo transcurre más lentamente, y en las caras rojizas y planas de sus moradores se intuye que allí la tierra gira más despacio. Las faldas y laderas de los montes cuyas cumbres conforman el techo del mundo son una sucesión de valles nevados, de heladas estepas salpicadas por pagodas y templos que permanecen silenciosos envueltos en el humo perfumado del incienso. Aparecen como de la nada aldeas diminutas y pueblos de casas coloridas en cuyas calles persiste el aroma de la leña en las chimeneas. Más abajo de las praderas de manzanos de las tierras frías, se extiende la tierra en todas sus dimensiones. Vastos desiertos legendarios cuyas dunas siguen atestiguando el eterno transitar de los pueblos nómadas que siguen existiendo al capricho de las arenas yermas y rojizas. Selvas en absoluto esplendor que albergan bajo su fronde impenetrable a algunas de las más bellas y delicadas criaturas conocidas, donde la vida sigue siendo como debió haber sido en sus inicios, salvaje, indómita y bestial. Pero la tierra que se esparce hasta el mar bajo la gloria y  grandeza de las soberbias montañas, aún tiene más caras que mostrar.  Debajo de su espeso manto de blanca seda de hielo y roca, también se encuentran las terribles playas de basura cuyas mareas bañan las periferias de las grandes ciudades, y en las que alimañas y personas consideradas de una especie inferior, andan a la zarpa en disputa de los restos que prolongarán aún más las miserables vidas a las que se aferran por puro instinto. En esta misma tierra se miran a la cara sin pudor los dioses empachados de ofrendas y tributos, rodeados de grandes jardines y templos atiborrados de flores y a cuyos pies se puede ver a una mujer morir de lepra o a un niño retorciéndose de hambre sin que nadie, divino o terrenal, les dedique una mirada. Es una tierra que florece, pero cuyas flores sólo llegan a unos pocos.

                Es también el lugar del fuego y del aire. El aire aquí se mueve despacio transportando los millones de olores, deseos y sueños que le son confiados, pero también se enfurece y se parte en corrientes que chocan y luchan en huracanes y tifones que terminan por ahogar tantos olores como sueños y deseos. El aire mece el adiós del fuego que consume los cuerpos sobre sus piras funerarias, alimenta las llamas que barren el suelo de los pastizales segados, y se vuelve cálido y placentero sobre el fuego de los hogares al caer la noche. Pero en esta porción de mundo, ni siquiera el aire y el fuego son generosos para todos. A aquellos a los que nunca les llegan los frutos ni las flores, tampoco les llega la cuota de aire limpio a la que tienen derecho por nacimiento, ni el calor del fuego que a muchos les sobra.

                Ésta es, más que ninguna otra, la tierra de los Dioses. Un sinfín de ellos eligieron este lugar hace miles de años, y desde entonces permanecen viviendo en la quietud de sus montañas, acariciando la piel suave del desierto y paseando por sus valles fértiles y por sus bosques exuberantes. Pero entre tanta divinidad y tan poderosa, reina la confusión. Se diría que estos Dioses se encuentran tan ocupados en la creación de tanta belleza que no prestan atención a la imperfección de su obra. Sobre el colorido lienzo rebosante de vida que pintan a muchas manos se abren grietas por las que se escapa la miseria que su orgullo divino les impide mirar. No tienen ojos para las hordas de niños que no tienen más techo que un cielo sucio y contaminado, los niños que se deslizan entre las riadas de coches que se agolpan en las avenidas de las megápolis desordenadas y sórdidas, que respiran continuamente el humo de sus motores y que golpean insistentemente sus ventanillas casi siempre en espera de nada, aquellos niños que son reclutados por el enorme ejército de mendigos del que forman parte incluso antes de haber nacido. Pertenecen a una especie inferior y lo saben. Son pequeños pero tienen grandes ojos negros con los que miran a un mundo que les da la espalda, y así, mientras van perdiendo la ingenua sonrisa de su corta niñez, van entendiendo el lugar que les corresponde sobre las aceras, bajo los cartones, en las vías del tren o amontonados en los basurales de los que viven y sobre los que mueren.

                Ni el crisol de colores que se funden bajo un sol inmenso y radiante, ni el más picante de los condimentos, consiguen disimular esta realidad sólo invisible para quien no la quiere mirar. Esta tierra es un pedazo de mundo sorprendente y sobrecogedor, apasionante y desolador, una tierra de Dioses Ciegos que prefieren no mirar lo que ocurre debajo de las magníficas montañas que se afanan en construir.

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