La Madeja de Papel es un ante todo un punto de encuentro, el lugar en el que el ricón más íntimo y personal del autor se abre para ser compartido con aquellos que decidan asomarse a su interior. Es el ovillo en el que se encuentran entrelazadas las palabras, los pensamientos hechos letra, la fantasía que nos permite viajar a cualquier lugar o tiempo, los sueños que a fuerza de serlo se convierten en leyenda unas veces y en realidad otras, los cuentos en los que nos abstraemos para saborear una realidad ajena y las historias que inevitablemente necesitamos para mantener viva la ilusión del niño que hay aún dentro de cada uno de nosotros.

miércoles, 23 de abril de 2014

KOGOTENI

Los veo por la calle, de un lado a otro, tirando de sus carros como la más común de las bestias. Sus carros son enormes, hechos de chapas y tablones de madera remendados y cosidos con  clavos. En la parte delantera hay construida una horquilla de madera basta unida por untravesaño. En el borde rasero tienen clavado un neumático viejo que les sirve para frenar cuando enfilan una pendiente y la carga amenaza con aplastarles, entonces basculan hacia atrás hasta que el neumático choca contra el suelo evitando un fatal desenlace. Ellos se sitúan dentro de la horquilla, en el lugar en el que nosotros estamos acostumbrados a ver burros, caballos o bueyes. Pero aquí son ellos los que tiran del carro, cargado a veces hasta la infinitud, hasta los límites de lo comprensible. Llevan hierros, sacos de cemento, de harina, llevan cajas de verduras, frutas y hortalizas, llevan lo que sea, da igual, pero sea lo que sea se amontona sobre los listones hasta que la carga les supera en dos o tres alturas y se empieza a tambalear, entonces ya está, ya no cabe más. El hombre aquí se transforma en animal, no entiende que esa carga no se puede mover, se coloca en su puesto y cierne sus garras con fuerza sobre la madera sobre la que se agrieta su piel, empuja, su mandíbula se desencaja y sus venas florecen sobre su piel negra y brillante a punto de reventar, sus pies resbalan impotentes levantando una pequeña nube de polvo sobre el suelo hostil. Desiste, no puede, pero podrá, de momento se retira para tomar aliento, pide ayuda y dos hombres se acercan, se suben encima de la traviesa de la horquilla y saltan sobre ella hasta que el carro bascula hacia adelante alcanzando una horizontalidad más que precaria. El hombre se coloca de nuevo en su lugar, de nuevo se transforma en animal y, a duras penas, las dos ruedas empiezan a girar despacio sobre un eje chirriante. La carga empieza a moverse y en la expresión de la bestia bípeda que la impulsa se adivina la intención inequívoca de llegar a su destino, sea cual sea, sea cuando sea. Suben y bajan calles y caminos, su esfuerzo hercúleo es anónimo y sordo, pero imprescindible. Estos hombres son casi lo peor, casi lo más bajo. A menudo calzan zapatos diferentes en cada pie, que sólo se parecen entre ellos por lo rotos y viejos que están. Visten algo peor que los harapos, este gremio ni siquiera disfruta los jirones de lo que otros tiran a la basura. Están sucios y heridos por las astillas y los clavos que les rodean. Sin embargo su dignidad es aún mayor que la carga que transportan. Nadie entiende que si ellos no regaran con su sudor las calles y los caminos, la harina nunca llegaría a la panadería, las naranjas y los tomates no podrían exhibirse en los puestos de los pequeños mercados, las casas estarían incompletas a falta de ladrillos y cemento, o de las placas de chapa ondulada que hacen de tejado. Les pregunto que cuánto ganan por su trabajo y, además de darme vergüenza, me parece de mal gusto transcribir su respuesta. Los veo y pienso que más que la mercancía que acarrean con afán incombustible, lo que de verdad pesa sobre ellos es una carga mucho más fatigante, porque ellos soportan el peso de muchas barrigas injustamente satisfechas y de tantos bolsillos repletos de lo que no les corresponde. Los veo y pienso que son seres mitológicos, semihombres semibestias que, al igual que Atlas castigado por Zeus al ser derrotado, soportan sobre sus hombros el peso del mundo, el peso de un mundo mal repartido.


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