La Madeja de Papel es un ante todo un punto de encuentro, el lugar en el que el ricón más íntimo y personal del autor se abre para ser compartido con aquellos que decidan asomarse a su interior. Es el ovillo en el que se encuentran entrelazadas las palabras, los pensamientos hechos letra, la fantasía que nos permite viajar a cualquier lugar o tiempo, los sueños que a fuerza de serlo se convierten en leyenda unas veces y en realidad otras, los cuentos en los que nos abstraemos para saborear una realidad ajena y las historias que inevitablemente necesitamos para mantener viva la ilusión del niño que hay aún dentro de cada uno de nosotros.

jueves, 1 de septiembre de 2011

BARAKA IMANUEL

BARAKA IMANUEL

Imanuel tiene ocho años, es guapo y es uno de esos miles o millones de niños a los que el mundo en que han nacido les viene grande. Pude haberlo conocido en Bucarest , en Halong Bay o en Marrakech, pero le conocí por la tarde en una calle de MtoWaMbo, ciudad a la que llaman el río de los mosquitos. Es pequeño y sus pies descalzos y cansados sostienen un cuerpo asombrosamente delgado y apenas cubierto de ropas viejas, rotas y sucias. El polvo que tiene pegado a su piel atenúa la negrura de su cara, desde la que se asoma al mundo a través de su ojo izquierdo, con una media mirada desconcertada y perdida. Su ojo derecho se debió perder entre la desidia y la miseria en la que nació, allí donde no debe haber cura para una simple infección ocular, y en su lugar permanece una membrana amorfa y reseca de la que cuelga una lágrima perpetua, pero no es una lágrima de dolor, porque ya no le duele nada. Cuando le vi sentado en la calle me acerqué a él para jugar y hacerle algunas cosquillas, pero Imanuel no juega a nada y no hay nada que le haga sonreír. Me agaché frente a él pero ni me veía ni me oía, sólo movía sus labios resecos balbuceando continuamente algo que yo no entendía. Me senté a su lado y entonces se giró para verme. Mi nombre es Imanuel. Yo me llamo como tú, le respondí con una sonrisa difícil de mantener. Dame comida. No tengo, le dije. Él se volvió a girar y se volvió a perder en la nada. La malaria planea sobre él una y otra vez, pero eso no es algo que le importe. No tiene más que una camiseta rota y unos pantalones que le vienen grandes, nunca ha ido a la escuela y probablemente nunca lo hará. Ya tiene edad para saber que nadie se preocupa por él, ni siquiera él mismo. Imanuel no come todos los días, pero ya sabe cómo tratar el hambre. De vez en cuando metía su mano escuálida en uno de los grandes bolsillos de su pantalón y rebuscaba por todos sus rincones hasta sacar de su interior una pequeña bolsa de plástico sucia y arrugada, la desplegaba minuciosamente hasta llegar a su abertura, entonces se la llevaba a la cara hasta cubrir su boca y su nariz negra y respingona, y aspiraba profundamente. Al hacerlo su ojo se abría y estiraba su cuerpo para permitir que el pegamento inundara su interior y enmascarase bien su abandono y su desdicha. Justo después se giró hacia mí y me dedicó una sonrisa preciosa y amarga. Me tenía que ir, iba a recoger a un grupo de gente para llevármelos a cenar, así que le puse la mano en la cabeza. Badai, Imanuel, adiós. Me fui de allí y tan sólo unos minutos después me encontraba rodeado de gente en torno a la mesa de un restaurante, rebosante de la comida y bebida que aquella noche se ofrecía como “bufé africano”. Dame comida. No tengo. En mi cabeza empezaron a resonar estas palabras mientras delante de mí la gente se servía en sus platos un poco de esto y un poco de lo otro, mucha más comida de la que en realidad acabarían comiendo. De pronto sentí un profundo respeto por todos los alimentos que allí se encontraban, no podía ni tocarlos. Me sentía muy mal y salí a la calle a tomar el aire, y allí, asomado por el cristal de la fachada del local, estaba Imanuel, a tan sólo tres o cuatro metros de toda aquella comida a la que él nunca tendrá acceso, pues el cristal que le separa de ella es en realidad mucho más grande y mucho más grueso de lo que es. Es el infranqueable y eterno cristal que nos separa a los que comemos todos los días de los que no. Mi nombre es Imanuel, igual que el hijo de Dios, me dijo. ¿Qué Dios te habrá hecho esto? Le puse de nuevo la mano en la cabeza. Ven, tengo comida. Nos acercamos a uno de los puestos de comida callejera que había enfrente y pedí unas samosas y unas salchichas. No hablaba, sólo se dejaba llevar y ni siquiera la comida que tenía en las manos le hacía sonreír, creo que ya tenía al hambre demasiado engañada. Le dejé allí sentado, descalzo e indefenso como siempre lo ha estado, a merced de todo aquel o aquello que quiera disponer de él. Baraka Imanuel, buena suerte.

1 comentario:

  1. Recuerdo muy bien esta experiencia contada por ti mismo... espero que algún día, aunque sea un día muy lejano, estas historias solo sean un recuerdo amargo... Un fuerte abrazo, besos y suerte. Puxeta "Eli".

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